viernes, 6 de noviembre de 2015

EL BOSQUE, LA IMAGINACIÓN Y EL MIEDO - FERNANDO J. SOTO ROLAND

EL BOSQUE, LA IMAGINACIÓN Y EL MIEDO

"Árboles, árboles, millones de árboles, masivos,
 inmensos, que trepaban hacia lo alto (...). Le hacía sentirse
 a uno muy pequeño, muy perdido" 
Joseph Conrad, El Corazón de las Tinieblas, 1902, pág. 65.

“La historia no es más que una 
perpetua crisis, una quiebra de 
la ingenuidad”. 
E. M.Cioran, Adiós a la Filosofía, pág. 140.

Si una ingeniosa máquina del tiempo nos permitiera algún día viajar a la Europa de principios de la Edad Media, nos encontraríamos con un paisaje extraño, muy diferente al actual; y, seguramente, lo primero que nos llamaría la atención serían sus bosques.
Árboles por doquier. Extensísimas áreas cubiertas por montes cerrados, oscuros, enmarañados; “selvas” pobladas por animales y seres fantásticos que terminaron instalándose en el imaginario de todos nosotros y que, por siglos, convirtieron nuestras noches en los escenarios propicios al miedo, la inseguridad y la imaginación más desenfrenada.
El lobo, el ogro, la bruja, los dragones, son algunos de los principales protagonistas de decenas de cuentos infantiles que hallan en el medioevo su primera transmisión oral; luego escrita, en parte gracias a los folkloristas del siglo XIX.
Europa era por entonces un dilatado manto vegetal, sólo interrumpido esporádicamente por “islas” taladas en las que se levantaban las villas, abadías, burgos y fortalezas que luchaban contra el aislamiento y los elementos de una naturaleza que no dominaban por completo.
Una ardilla que se subiera a un árbol en España podía llegar a Rusia sin tocar nunca el suelo.

Por ello, el bosque es el protagonista en tantos documentos de la época y el espacio dominante en numerosos cantares, leyendas, mitos e historia locales del Viejo Mundo. Fue también un extraordinario caldo de cultivo a experiencias maravillosas, místicas y horrorosas. 
“Laboratorio propicio para el imaginario”, el bosque enmarcó, en su ambiente extraño y poco accesible, muchos de los miedos y sueños de Occidente, gestando la producción de cientos de testimonios escritos o plásticos que, por lo menos desde la Edad Media, muestran las ambivalentes actitudes del hombre europeo frente a la densa espesura de la floresta.
Como espacio económico, de refugio o de prueba, el bosque aparece como el lugar ideal para la alteridad y lo fantástico . A él se han trasladado miedos y anhelos, monstruos, pesadillas y aspiraciones de riqueza fácil o vuelta a la naturaleza.
Por momentos cobraba vida propia, premiando o castigando a sus invasores por intermedio de seres y/o personajes que la secularización racionalista del siglo XVIII convirtió en supersticiones sin fundamento; pero que ese mismo Iluminismo no desechó del todo.
Sus límites señalan el fin de un mundo y el inicio de otro, en el que la vacilación intelectual y los sentidos le conferían al hombre un lugar subalterno; un rol en el que la vieja premisa bíblica de ser “Rey de la Creación” se desvanecía, retrotrayéndolo a una situación holística en la que el hombre se advertía como una parte más del entorno y descubría su situación de inferioridad ante una “Creación” que lo dominaba y convertía en el más débil de sus vasallos.
El bosque y lo desconocido entablaron por siglos una relación muy estrecha que perdura y se agiganta cuando cae la noche, la otra incondicional aliada de la floresta imaginaria. El bosque, la noche y lo ignoto construyeron una barrera difícil de franquear que, como señaló Marc Bloch, atrajo y repelió al mismo tiempo las interferencias humanas en su entorno .
Bosques reales e imaginarios pueblan toneladas de documentos y obras literarias; producciones que supieron movilizar las vertientes románticas desatadas en el siglo XIX, con sus claroscuros y contornos misteriosos.
El bosque demarcó, sitió los espacios civilizados y recreó conflictos; transformando los miedos subjetivos de las comunidades en acciones concretas de crueldad ofensiva, contra aquellos que vivían, trabajaban o simplemente disfrutaban de la densa y solitaria conglomeración arbórea.
El bosque, como espacio referencial del imaginario colectivo en perpetua elaboración, ha conservado a lo largo del tiempo una de las características esenciales, que el racionalismo hizo a un lado: la plausibilidad. 
Dentro de sus límites todo puede ser posible. Comarca ambigua por excelencia, sus escenarios encierran supuestos hechos inusuales que, raras veces, quedan resueltos en la mentalidad popular (o que no quieren ser resueltos) .
No podemos negar los peligros objetivos que las bosques encierran. Aquellos que van desde la simple desorientación hasta las amenazantes presencias de animales salvajes, muchos de los cuales han contribuido a la construcción de esas “otras bestias” —las imaginarias— que desde hace centurias apuntalan los temores del inconsciente colectivo de variadísimas sociedades a ambos lados de los océanos.
Pero, a pesar de la desacralización que los bosques han sufrido dentro de la cultura occidental, siguen empleándose, para describirlos, adjetivos que mantienen aquella cosmovisión  animista de antaño y que aún perdura en las muchas comunidades aisladas.
El bosque sigue siendo “inmenso”, “vacío”, “difícil de penetrar”, “inhóspito” y “secreto”, “misterioso” y “mágico”. Un lugar “en el que el hombre abandona todas sus empresas profanas” .
Los seres y comarcas maravillosas que han poblado —y pueblan— los bosques extrajeron sus fuerzas de la imaginación; participando en nuestra historia de forma extendida y duradera. El catálogo es inmenso, tanto en número como en variedad. Desde el “Hombre Salvaje” del medioevo —representado una y otra vez en las catedrales y manuscritos europeos— hasta el “Bigfoot” o “Pie Grande” —de la moderna leyenda urbana canadiense y norteamericana— la alteridad se instaló siempre más allá de las fronteras conocidas. Cuanto más lejos más raro.
Hadas y enanos; duendes o númenes protectores de la naturaleza; tribus perdidas o ciudades inalcanzables de oro y plata, encontraron en lo opaco de los bosques (y selvas) un refugio seguro; sólo perturbado en las extravagantes aventuras relatadas por novelas, tradiciones orales o diarios de viajes de románticos exploradores.

Entre sus árboles también era posible retrotraerse a los “Tiempos Primordiales”, a lo primitivo; a un mundo sin restricciones ni tabúes, revelando así ocultas, inconfesables y reprimidas pulsiones. El bosque participó en la creación de un mundo paralelo y original, en donde la salvación (material y espiritual) se mezclaba con la perdición del alma y del cuerpo, gestando un sin fin de personajes y actitudes que iban de lo sublime a lo profano.

Hoy nos paramos ante el bosque con cierta nostalgia. Nos sabemos responsables de su diaria destrucción y, quizás, sea ese el motivo por el cual  solemos tomar este sentimiento de culpa como ejemplo de crítica a la moderna y contaminada sociedad industrial. El antiguo rechazo a la naturaleza “bruta”  y a lo “no urbano” (tan propio del siglo XIX)  ha mutado en seducción y atracción. Y el bosque, divinizado, explotado, arrasado, contaminado o idealizado, continúa siendo el reservorio ideal para un imaginario de estructuras duras, capaz de crear efervescencias en la imaginación del más desencantado de los hombres.
Por lo tanto, la noción de bosque, como parte constitutiva del paisaje, designa, ambiguamente, dos cosas distintas a la vez. Por un lado, un lugar material determinado y, por el otro, una representación figurativa, una construcción imaginaria, en la que participan los valores morales y estéticos de una época. 
Así pues, la relación entre los hombres y el bosque se inscribiría dentro de una historia de larga duración —una historia de las miradas— en la que espectador y escenario se relacionan combatiendo la conciencia de ruptura  que separa al hombre de la naturaleza; y en la que el sujeto construye, según su propia mirada, el paisaje que tiene delante.
Analizados de esta forma, no sólo el bosque, sino también la montaña, el desierto o la selva, quedan impregnados de un significado muy profundo y paradójico. 
Profundo, porque las descripciones que se hacen del paisaje nos hablan más de la sociedad que los describe, que del paisaje mismo. 
Paradójico, porque sus caracteres básicos fueron construidos desde la ciudad. Como bien señala Fernando Aliata, “el paisaje es un producto del saber urbano que esconde la nostálgica antinomia entre la ciudad y el campo” . 

Es así que, nostálgicos ,siempre regresamos al bosque.

Autor: Fernando Jorge Soto Roland - Profesor en Historia


                                 


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