por Georg Trakl
Otoño: negro caminar por el linde del bosque; minutos
de muda confusión; escucha con atención la frente del
leproso bajo el árbol desnudo. Atardecer hace mucho
transcurrido, que ahora desciende por las gradas del musgo;
noviembre. Una campana toca y el pasto
conduce una tropa de caballeros negros y alazanes a la
aldea. Bajo el avellanar el verde cazador destripa a un venado.
Sus manos humean con sangre y la sombra del
animal gime en el follaje sobre los ojos del hombre, parda y
silenciosa; en el bosque. Cornejas, que se dispersan; tres.
Su vuelo semeja una sonata, llena de acordes
desvanecientes y de viril tristeza; suave se disuelve una
áurea nube. Junto al molino muchachos encienden un fuego.
La llama es hermana del más pálido, que ríe
sepultado bajo su cabello purpúreo; o bien es un sitio para
el asesinato, al que un sendero pedregoso lleva. Las bayas
han desaparecido, y años seguido sueña en un aire
plomizo bajo los pinos; miedo, verde oscuridad, el
gorgoteo de un ahogado: del estanque estrellado un
pescador extrae un gran pez negro, la cabeza llena
de crueldad y locura. Las voces del junco, hombres riñendo
a sus espaldas, balanceándose aquél en roja barca sobre
las aguas heladas del otoño, viviendo en las oscuras
leyendas de su estirpe, y se petrifican los ojos abiertos a
las noches y a los terrores virginales. Mal
¿Qué te obliga a permanecer inmóvil sobre la escalera
ruinosa, en la casa de tus mayores? Plomiza negrura,
¿Qué sostienes con mano plateada ante los ojos, y por qué
los párpados caen como ebrios por la amapola? Pero a
través del muro de piedra contemplas el cielo estrellado,
la Vía Láctea, a Saturno: rojo. Furiosamente golpea
contra el muro de piedra el árbol desnudo. Tú, sobre
peldaños ruinosos: árbol, astro piedra. Tú, un animal
azul que tirita en silencio; tú, el pálido sacerdote que lo
sacrificas en el negro altar. Oh, tu risa en la tiniebla,
triste y maligna, que hace palidecer a un niño dormido.
Una roja llama brotó de su mano y una mariposa
nocturna se quemó en ella. Oh, la flauta de la luz; oh, la
flauta de la muerte. ¿Qué te obligó a permanecer inmóvil
sobre la escalera ruinosa en la casa de tus mayores? Abajo
en el portal un ángel golpea con dedos cristalinos.
Oh, el infierno del sueño; oscura callejuela, pardo
jardincillo. Suave tañe en el atardecer azul la efigie de los
muertos. Verdes florecillas se enlazan a su alrededor y su
rostro lo han abandonado. O bien se inclina pálido sobre la
fría frente del asesino en la oscuridad del zaguán.
Adoración, llama purpúrea de la voluptuosidad,
agonizando se precipitó el durmiente por negros peldaños
en la tiniebla.
Alguien te abandonó en la encrucijada y miras
largamente atrás. Pasos argénteos a la sombra de
pequeños manzanos raquíticos. Purpúreo brilla el fruto
en negro ramaje y en la hierba muda la serpiente su piel.
¡Oh, lo oscuro!, el sudor que corre por la helada frente y
los tristes sueños dentro del vino, en la taberna de la
aldea bajo las vigas ennegrecidas por el humo. Tú, tierra
aún desierta, rosadas islas surgen encantadas de las
pálidas nubes de tabaco, y desde el interior recoge el grito
salvaje de un grifo, cuando caza entre negros acantilados
en el mar, la tormenta y el hielo. Tú, un metal verde, y
dentro un rostro ardiente que quiere desaparecer y
cantar los tiempos tenebrosos de la ósea colina y la caída
llameante de un ángel. ¡Oh, desesperación, que con grito
sordo cae de rodillas!
Un muerto te visita. Del corazón fluye la sangre
derramada por uno mismo y en la oscura ceja anida un
instante inexpresable; oscuro encuentro. Tu, una luna
purpúrea, cuando aquel aparece en la verde sombra del
olivo. A esto sigue noche imperecedera.
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