CONJURO DEL DEMONIO MERIDIANO
(Notas sobre Agamben y Foucault para una fantasmofísica)
por Rafael Toriz
Hoy es preciso pensar toda esa abundancia de lo
impalpable: enunciar una filosofía del fantasma.
M. Foucault.
La vida se desgasta y con ella la esperanza. La vida acontece y en su fuga irrevocable sólo va dejando el légamo, escueto sedimento amasado con tristezas: cobijados por Saturno, expuestos a los rayos despiadados de un sol oscuro, la melancolía se ofrece como la única morada para contemplar, espectadores de nosotros mismos, el pesado y categórico paso del tiempo: el horrendo dictamen de que todo es el del gusano. Nada queda entonces sino dialogar con fantasmas, fantasías de dolores y alegrías —no siempre nocturnas— que en silencio escoltan el presente envenenado de memoria, promesa postergada de un futuro fracturado. Es la portentosa vitalidad de la muerte, entre otras causas, la razón por la cual nos aferramos a fotografías, tardes, cartas, besos y relámpagos que alumbran soledades. Nada duran las centellas. Los recuerdos son siempre incendios diminutos.
En este ensayo intentaré empatar y debatir el capítulo primero de las Estancias de Giorgio Agamben analizando la configuración y presencia del demonio meridiano —la acedia/tristitia— en la contemporaneidad así como sugerir, siguiendo al Foucault del Theatrum Philosophicum, una filosofía del fantasma fundada en la materialidad de lo incorpóreo, en la ausencia como topos y la voz como lugar de aparición y representación de los espectros.
Este ejercicio será una tentativa por asimilar la melancolía como una filosofía de duelo capaz de ofrecer, en su teatro sobre el viento armado, un lugar para (con)vivir con lo(s) que ha(n) sido.
Del pecado imperdonable
Yo soy el tenebroso, el viudo, el sin consuelo.
Nerval.
En Estancias, libro de imprecisa belleza, Agamben recuerda una presencia, sutil en su incorporeidad, que logró inmiscuirse en las fortalezas del espíritu. El entonces llamado demonio meridiano, aguda sensibilidad que respondía (como responde) al nombre de acedia, tedium vitae o desidia, es el mismo personaje, abrasador y demandante, presentado bajo las máscaras del ennui, el spleen, la depresión y la tristeza; santo patrono del Óblomov de Goncharov, del infinito Des Esseintes de Huysmans, facilitador del sentimiento trágico unamuniano, del sindicato de escritores aglutinados en Pessoa, de los Dipsálmata kierkegaardianos o de la visible oscuridad de Styron. Es la presencia de este demonio con su llama oscura la que derrama su poder sobre los temperamentos metafísicos, inyectando la bilis negra que atormenta al corazón mundano.
Conviene transcribir, por la similitud con el lector contemporáneo, la sintomatología de este vicio imperdonable que conformaba, según los antiguos, el octavo pecado capital:
La mirada del acidioso se posa obsesivamente sobre la ventana, y con la fantasía, se finge la imagen de alguien que viene a visitarlo; ante un crujido de la puerta, salta sobre sus pies; oye una voz, y corre a asomarse a la ventana (...); y sin embargo no baja a la calle, sino que vuelve a sentarse donde estaba, embotado y como amedrentado. Si lee, se interrumpe inquieto, y un minuto después, se desliza en el sueño: se frota la cara con las manos, distiende los dedos y, quitando los ojos del libro, avanza algunos renglones, farfullando el final de cada palabra que lee; y mientras tanto se llena la cabeza con cálculos ociosos, cuenta el número de las páginas y los folios de los cuadernos (...), finalmente vuelve a cerrar el libro y lo utiliza como cojín para su cabeza, cayendo en un sueño breve y no profundo, del cual lo despierta un sentido de privación y de hambre que debe saciar.1
Todo estudiante de literatura, toda naturaleza melancólica, padecerá la condena del hastío y el desasosiego. Al menos al interior de los textos.
¿Qué hacer entonces para combatir el desconsuelo?, ¿cómo sublimar, por decirlo con Víctor Hugo, “la alegría de estar triste”? En La suspensión política de la ética Slavoj Zizek ha sugerido una respuesta. El esloveno ha dimensionado políticamente la potencia de la desolación al sostener que lo mejor que se puede hacer es abandonarse a la apatía y el desgano, viendo en la abulia una forma de resistencia cultural, tomando la pasividad como posibilidad auténtica de inconformismo. Bajo esta perspectiva todo esteticismo/existencialismo —deturpado por la experiencia del capitalismo tardío— dejaría de ser la ideología de una burguesía en decadencia para ofrecerse como posibilidad crítica del hombre, la modernidad y la angustia que lo devora. (Piénsese en W. Benjamin sobre Baudelaire y en París como capital del s. XIX).2
Y aunque Pierre Bourdieu lo vería como un fundamento de la mitosociología literaria, es un hecho que la creación, como la filosofía misma, no sólo intenta nombrar los dolores sino también habitarlos y arder con ellos. El desencanto de Soundgarden en “Black hole Sun” como la depresión psicoanalítica de Kristeva en Soleil noir son formas de vestir la ausencia, nocturnas luminiscencias expositoras de dolores compartidos, testimonios meridianos de la entidad que nos ocupa, que habita en la profundidad de la piel y la espesura de la mirada. Escribe la búlgara: “La tristeza es el humor fundamental de la depresión... La creación literaria es esta aventura del cuerpo y de los signos que da testimonio del afecto: de la tristeza como señal de la separación y como esbozo de la dimensión del símbolo”.3 Después de un tiempo uno aprende a gozar con sus demonios, a ensanchar y cantar las tristezas con encendida certidumbre. Algo así hace Concha Urquiza en su “Job”, altísimo soneto:
“Él fue quien vino en soledad callada,
y moviendo sus huestes al acecho
puso lazo a mis pies, fuego a mi techo
y cercó mi ciudad amurallada.
Como lluvia en el monte desatada
sus saetas bajaron a mi pecho;
Él mató los amores en mi lecho
y cubrió de tinieblas mi morada.
Trocó la blanda risa en triste duelo,
convirtió los deleites en despojos,
ensordeció mi voz, ligó mi vuelo,
hirió la tierra, la ciñó de abrojos,
y no dejó encendida bajo el cielo
más que la obscura lumbre de sus ojos”.4
Una vez que se ha contemplado al daimon éste deja una impronta imborrable. Entre las variadas señales de su visita ninguna tan categórica y representativa como poner la cabeza sobre la mano en clara y volátil reflexión. Lichtenberg heredó, para el ocio contemplativo, sus notas sobre las 62 formas posibles de evocar la tristeza del ángel de Durero, un nítido inventario meditabundo y cabizbajo de la expresión melancólica.
Notas para una fantasmofísica
En un ensayo que no admite acotaciones, demasiada es su luz y riqueza, Giorgio Manganelli —barroquista descarado— escribe y describe una rutinaria preocupación del ser humano en general y de los escritores en particular. Con su “Discurso sobre la dificultad de comunicar con los muertos” nos recuerda que toda filosofía de la muerte es una meditación sobre la vida, evidencia que por esa misma razón se nos escapa y consigue sumirnos en un olvido esencial: la certeza de que hacer literatura o filosofía es conjurar a los demonios, invocar a los fantasmas y sus imágenes (imagines en latín, phantasmata en griego): leer literatura, pensar filosofía, es habitar el lugar donde acontecen los espectros, registrar por escrito sus apariciones.
En su glosa a Lógica del sentido y Diferencia y repetición, Michel Foucault bosqueja y delata los cimientos para una fantasmofísica, es decir, una filosofía capaz de rescatar al fantasma de la consigna signada por Hamlet, “es preciso, pues, liberarlos del dilema verdadero-falso, (del) ser-no ser y dejarlos que realicen sus danzas, que hagan sus mimos, como “extra-seres”... Es inútil ir a buscar detrás del fantasma una verdad más cierta que él mismo y que sería el signo confuso... Los fantasmas no prolongan los organismos en lo imaginario; topologizan la materialidad del cuerpo”.5 Su proposición enarbola un discurso metafísico, un decir sobre la materialidad de lo impalpable. Evidentemente no es fortuito que el lugar de esta filosofía, de toda fantasmofísica por venir, sea el escenario: la filosofía no como pensamiento sino como teatro; la filosofía entonces como representación homologada entre lo real y el simulacro, ritualidad que se ejecuta en su intangible circunstancia.
En el breve desarrollo de este texto se ha equiparado, sin mayor distinción que un señalamiento nominal, al demonio con el fantasma, entidades “metafísicas” perfectamente diferenciadas por inconfundibles rasgos cualitativos. Los he igualado por los lineamientos que seguiría un director de escena. En un teatro, si bien los personajes son distintos, acontecen y devienen en un mismo espacio y en sí mismos. El lugar de las apariciones, el territorio de su actuación —ya sea transfigurado o sostenido— es un topoi konoi: la tristeza, la depresión y la melancolía, distritos contiguos en los que operan, con distintas máscaras, los mismos actores. Centinelas no de lo que el hombre es sino de la materia que lo consume.
Asumir la necesidad de una fantasmofísica, además de trazar la cartografía sensible en el proceder filosófico, será una manera de conjurar al demonio meridiano, tanto para invocarlo como para retraerlo.
La posibilidad de una fantasmofísica, más que extinguir la tristeza o poner en manos del hombre el control sobre sus embates, será una vía para hacer de la desesperación y la congoja una afirmación de la voluntad a través de sus debilidades.
Después de todo, y regreso a Walter Benjamín, no nos ha sido dada la esperanza sino por los desesperados.
A Mariana Treviño
Notas
- Sancti Nili, De octo spiritibus malitiae, cap. XIV, citado por Agamben.
- Y para honrar a López Velarde séame permitido, en abono de la intertextualidad, el siguiente verso: “En abono de mi sinceridad séame / permitido un alegro. / Entonces era yo seminarista, sin / Baudelaire, sin rima y sin olfato”.
- En Sol negro. Depresión y melancolía, Monte Ávila, Caracas, 1991.
- En El corazón preso, Conaculta, México, 1990.
- Theatrum Philosophicum, Anagrama, Barcelona, 2005.
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