viernes, 27 de febrero de 2015

NAZARENOS Y CRISTIANOS

NAZARENOS Y CRISTIANOS

"Para un judío de corazón receptivo, era una cues­tión fácil aceptar a Jesús, cuya enseñanza sólo servía para iluminar un mo­delo de vida con el que ya estaba familiarizado"

Jesús, la paz sea con él, empezó su misión cuando tenía treinta años. Esta sólo duró tres años. Tras él dejó doce apósto­les, sesenta discí­pulos y numerosos seguidores en el área rural de Judea.

Estos aldeanos, o los Am Ah Arez, como se les lla­maba, cons­tituían la mayoría de la población. Atraídos por la sabiduría y los milagros de Jesús, se reunieron a su alrededor y le sigui­eron. Reconocieron la luz que reiluminó la enseñanza que Moisés había traído con an­terioridad y que Jesús había venido a esclare­cer y revivificar:

La misión de Jesús era solamente la de establecer la adora­ción del Creador en la manera en que El había ordenado. Jesús y sus seguidores estaban preparados para combatir a cualquiera que intentase impedirles vivir como su Señor deseaba que lo hicieran.1

Muchos de los sacerdotes del templo usaban su po­sición como un medio para conseguir riqueza y reputa­ción. La impo­pularidad que tenían entre la gente común les inquietaba, pues amenazaba su situación de privilegio. Los romanos, que gobernaban Judea, consi­deraban el surgir de este nue­vo liderazgo con creciente sospe­cha. Podría tratarse de otra subleva­ción de los judíos. Habían tenido ya suficientes problemas con los esenios, moradores de las cuevas de alrededor del Mar Muerto. 

Este grupo de la comunidad judía se negaba a aceptar las costumbres y las leyes romanas cuando entraban en conflicto con las enseñanzas de Moi­sés. Estaban decididos a mantener la pureza de su modo de vida y a libe­rar Judea de la agresión extranjera. Junto con sus oracio­nes diarias y el es­tudio de las Escrituras, muchos de ellos practicaban las artes marciales. Los miembros de estas fuerzas de lucha eran llamados zelotes (los de­fensores). Es probable que Jesús pasara gran par­te de su niñez entre los esenios, no sólo en el Mar Muerto, sino también cerca de Alejandría, donde tenían otra colonia. Poste­riormente, muchos de ellos les seguirían.

Así pues, los gobernadores romanos y los corruptos sacerdo­tes del tem­plo manifestaron un interés común en contra de Jesús y sus seguido­res. Fue la conspira­ción de Jesús y la crucifixión de otro hombre, proba­blemente Judas Iscariote:

Para que sufriera el castigo por haber vendido a otro hombre.2

La creencia equívoca, tan ardientemente de­fendida por Saúl de Tarso, de que el crucifi­cado fue Jesús, fue una de las primeras cau­sas del cisma de la Iglesia en sus inicios:

Aquellos discípulos que no temí­an a Dios, fueron por la noche, roba­ron el cuerpo de Judas y lo escondieron, divulgando la noticia de que Jesús había resucitado; de esto resultó una gran confusión. El sumo sacerdote pro­hibió, bajo pena de anatema, que se hablara de Je­sús de Nazaret. Y así comenzó una gran persecución; unos fueron la­pidados, otros azotados y muchos se marcharon del país, pues no podían vivir en paz en tal situación.3

La persecución de los seguidores de Jesús, no sólo por parte de los romanos, sino también de los judíos que habían rechazado a Jesús, fue otra causa importante del cisma en los primeros tiem­pos de la Iglesia. Uno de sus mayores entusiastas, Saúl de Tar­so, el "Hebreo de los Hebreos", que después se haría famoso como Pablo, ejer­cía su labor con fuerza y efica­cia, como él mismo admitió:

Pues ya estáis enterados de mi conducta anterior en el ju­daísmo, cuan encarnizadamente perseguía a la Iglesia de Dios y la devastaba, y cómo sobrepasaba en el judaísmo a muchos de mis com­patriotas contemporáne­os, superándoles en celo por las tradi­ciones de mis padres. (Gal. 1, 13/14).

La persecución por parte de judíos y romanos for­taleció a algunos, pero desanimó a otros. Los seguido­res más débiles adap­taron sus creen­cias y sus acciones para evitarla y, a causa de ello, surgieron contra­dic­ciones y disputas entre los seguidores de Jesús.

Fue Pablo, de nuevo, quien desempeñó un importante papel en este acomodo que, inevitablemente, empañó la pureza del modo de vida que Jesús había traído. Con dramática brusquedad anunció que había visto a Jesús en una visión y había decidido hacerse seguidor suyo. No obstante, esperó tres años en Arabia y Damasco antes de regresar a Jerusalén e informar a los apóstoles -que ahora eran conocidos como "los nazarenos"-, de su milagroso suceso. Ellos fueron los más próximos a Jesús mientras permaneció en la tierra y estaban muy poco convencidos de la autenticidad de la conversión de Pablo. Su escepticismo aumentó cuando Pablo, que nunca se ha­bía sentado con Jesús, empezó a practicar una doctrina que difería -y a veces estaba en contradicción- con la que ellos habían oído al propio Jesús. Más tar­de, Pablo justificaría su posición diciendo:

Porque os hago saber, hermanos, que el Evangelio anunciado por mí no es humano, pues yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Je­sús. (Gal. 1, 11/12).

Sin embargo, a los Nazarenos les resultó imposible creer que Jesús, habiendo instruido a sus doce apóstoles para que difundieran sus enseñanzas mientras estaba en la tierra, les re­tirara su autoridad y cambiara su enseñanza original sin infor­marles y, más aún, por medio de un hombre al cual ni siquiera co­nocí­an. Los argumentos de Pablo tenían poco peso para San­tiago, jefe de los nazarenos en Jerusalén. No está cla­ro si Santiago era hijo de María y José o hijo de la hermana de María. Se sabe que estaba muy próximo a Je­sús y, según el Nuevo Testamento, era uno de los após­toles más activos y de los que hablaban sin temor. Je­sús les dio a él y a Juan el nombre de "Boanerges" (Hijos del Trueno). Según Eusebio, pasaba tanto tiempo rezando por su gente que sus rodillas se volvieron tan callosas como las de un came­llo. Por su sinceridad y honestidad llegó a ser conocido como Santiago el Jus­to. Se le con­sidera el primer obispo de Jeru­salén, si bien este título no se usaba en aquel tiempo. Era una de las per­sonas más respe­tadas en Jerusalén y se le hicieron muchas peticiones para que refre­nara la lengua de Pablo y para que silenciara su nueva doctrina del Cristo. El fue la figura central en la controversia entre Pablo y los Apóstoles.4

Probablemente Pablo hubiera sido re­chazado por los nazarenos, que seguían recordando su papel en la persecución que habían su­frido, pero gracias a la influencia de Bernabé finalmente se le aceptó en la comunidad. Quizá Bernabé pensó que Pablo acabaría aceptando su forma de vivir, manteniéndose en compañía de la gente que tanto había aprendido directamente de Jesús. Pablo, que com­prendió que había sido acep­tado en el grupo por el apo­yo de Bernabé y no por sus propios méritos, no se quedó con ellos sino que regresó a Tarso irrita­do.
Muchos de los seguidores más cercanos a Jesús habían emi­grado a An­tioquía para escapar de la persecu­ción de los judíos y de los romanos. En cierto momento, Bernabé se unió a ellos y lle­gó a ser el líder de aque­lla creciente comunidad de nazarenos. Se aferraban fir­memente al modelo de vida que Jesús había encarnado y empezaron a aceptar entre ellos a gente que no era judía. En esta época empezó a usarse la palabra "cristiano", siendo utilizada como un término de ridiculización e insulto más que de descripción.

Se llegó a una situación en la que Bernabé decidió llevar el mensaje de Jesús más lejos. Fue a Tarso y se trajo con él a Pa­blo hasta Antioquía. De este modo, Pablo se vio, por segunda vez, cara a cara con la gente a la que antes había perseguido. En Antioquía los discípulos le recibieron con la misma frialdad que en Jerusalén. Entre ellos había una amarga contro­versia, no sólo acer­ca de lo que Jesús había enseñado, sino, también, acerca de quienes eran las personas susceptibles de ser enseñadas. De nuevo, sólo graci­as a Bernabé se aceptó a Pablo en el grupo. Finalmente Bernabé y Pablo acompañados por Mar­cos, hijo de la her­mana de Bernabé, marcharon hacia Grecia, en su primer viaje misionero.

Para un judío de corazón receptivo, era una cues­tión fácil aceptar a Jesús, cuya enseñanza sólo servía para iluminar un mo­delo de vida con el que ya estaba familiarizado. Para un gentil, a quien las costumbres de los judíos resultaban extrañas, e in­cluso desprecia­bles, era difí­cil. A los griegos, que adoraban a una miríada de dioses, no les im­portaba incrementar su nú­mero, pero a menudo se oponían a la afirma­ción de la Unidad Divina que negaba cualquier otro objeto de ado­ra­ción. Pronto se hizo eviden­te que Pablo estaba prepa­rado para apañar la enseñanza de Jesús a fin de que resultara aceptable para éstos. Bernabé no podía tolerarlo. Entonces se produjo tal tensión entre ellos que acaba­ron por separarse. Bernabé se llevó a Marcos y ambos se embarca­ron rumbo a Chipre.

Pablo viajó hacia el Occidente con Pedro. Sin la sinceridad de Bernabé o el consejo de quienes seguían a Jesús y a Bernabé para refrenarlo, debió de encontrar poca oposición a las nuevas doctrinas, modos de conduc­ta y comportamiento que había adoptado. Pablo se desvió aun más de las enseñanzas que Jesús había impartido, poniendo cada vez más énfasis en la figura del Cristo que, según pretendía, se le había aparecido en visiones. Su enseñanza se apo­yaba ente­ramente en una comunicación supranatural y no en el testimonio his­tórico de un Jesús viviente. Su defen­sa contra los que le acusa­ban de cambiar la guía que Jesús había traído, se basaba en que cuanto predica­ba tenía su origen en una revelación directa recibida por él de Cristo y que, como tal, tenía autoridad divi­na. En virtud de esta "autoridad" que él rei­vindicaba, las bendiciones del Evangelio no se limitaban a los judíos, sino que eran para todos aquellos que creían. Más ade­lante afirmó que los re­qui­sitos de la ley de Moisés no sólo eran innecesarios, sino incluso contrarios a lo que Dios le había sido re­velado. En realidad, eran una maldición:

Cristo nos ha redimido de la maldición de la ley. (Gal. 3, 13).

De esta manera, Pablo no sólo se granjeó el enojo de los seguidores de Jesús, sino también el de los ju­díos, puesto que estaba con tradiciendo a sus respecti­vos profetas y a todos los profetas anteriores a ellos. Es obvio porqué decidió difundir sus enseñanzas entre gente que odiaba a los judíos y que no había oído hablar de Jesús por boca de nadie más. Legitimaba sus acciones afirmando que el fin justifica los medios:

Pues si la verdad de Dios ha abundado más, para Su gloria, a lo largo de mi vida ¿por qué se me juzga tam­bién como pe­cador?

El propio Pablo no tenía un concepto muy claro acerca de sus visiones:

Supe de un hombre en Cristo, el cual hará unos catorce años (no sé si en cuerpo o fuera de él, Dios lo sabe), fue arre­batado hasta el tercer cielo. Y sé que este hombre (en el cuerpo o fue­ra de él, no lo sé, Dios lo sabe), fue arrebata­do al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no pue­de pronunciar. Y es a éste a quien glorifico. (II Cor., 12, 1/5).

Por consiguiente, Pablo no sabía si el hombre que se había encontrado estaba "en el cuerpo" o "fuera del cuerpo". Hablaba de "palabras ine­fables" que no se pue­den pronunciar. Parecía que tanto la fuente como el tema de la revelación eran dudosos. Aun así, Pablo pe­día a sus seguidores una fe ciega en él y se enojaba con aquellos que seguían a los apóstoles que habían esta­do con Jesús. Irónicamente, les acusaba de cambiar su evangelio:

Me maravillo de que, abandonando al que os llamó por la gracia de Cristo, os paséis tan pronto a otro evangelio: porque no hay otro, sino que hay algunos que os perturban y quie­ren transformar el evan­gelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos o un án­gel del cielo os anun­ciara un evangelio distinto del que hemos anunciado, maldito sea. Como os diji­mos an­tes, así os digo ahora de nuevo, si alguien os predi­ca­ra cualquier otro evangelio que no fuera el que habéis recibido, maldito sea. (Gal. 1, 6/9).

Un poco más adelante, en la misma epístola, men­ciona a San­tiago, a Pedro y a Bernabé por sus nombres y dice:

Vi que no procedían con rectitud, según la ver­dad del evangelio. (Gal. 2, 14).

Estos versículos indican claramente la existencia de "otro evangelio". No hay ninguna mención de que el Inyil -la revelación que Jesús reci­bió de Dios- haya sido reducido a una forma escrita exactamente como fue revelado. Pablo se refería probable­mente a los relatos de testigos presenciales de la vida de Jesús, tales como el evangelio de Bernabé, que se destruyeron tan des­piadadamen­te tres siglos más tarde, después del concilio de Ni­cea. Es posible que Pablo creyese sincera y ardientemente en sus acciones, pero, de cualquier modo, su celo desviado era tan perjudicial en su inten­to de redirigir a los nazarenos, como su per­secución activa. Las enseñanzas de Pablo, después de su muerte, tuvieron mayores con­secuencias que las que él probablemente pudo preveer. Su "evangelio de Cristo" no sólo dio como resultado que se modificara en gran medida lo que Jesús ha­bía enseñado, sino que, además, preparó el camino para cambiar por com­pleto las ideas de la gente acerca de quién era Jesús. Estaba siendo transformado de un hombre en un concepto en la mente de las gentes. La imagen que Pablo tenía de Cris­to, que, al parecer, poseía poder para anular lo que Jesús había enseñado con anterioridad, no era la de un mortal ordinario, e inevitablemente fue confundida por muchos con Dios. Así fue como esta figura ima­ginaria de Jesús se convirtió en un objeto de adoración y se confun­dió a menudo con Dios. Esto puso a María en la imposible situa­ción de ser la "madre" de Dios.

Este cambio de énfasis, desde Jesús como profeta a la nueva imagen de un Cristo que era divino, brindó a los intelectuales de Grecia y Roma la posibilidad de asimilar a su propia filosofía lo que Pablo y los que le seguían estaban predicando. En su visión la existencia era tri­partita y, con las palabras de los paulinos de "Dios Padre" e "Hijo de Dios", sólo se necesi­taba la adición del Espíritu Santo, para obtener una trini­dad que encajaba con la de ellos. San Agustín no estaba del todo satisfecho con esto y envidiaba las liberta­des de los filósofos:

Los filósofos pronuncian sus palabras con toda libertad... Sin embar­go, nosotros no decimos si hay dos o tres princi­pios, dos o tres dio­ses. (De civitate Dei. 0/23).5

La filosofía de Platón se basaba en una distinción triple de la Causa Primera, la Razón o Logos y el Alma o Espíritu del Uni­verso. Gibbon escribe:

Su imaginación poética a veces fijaba y animaba estas abs­tracciones metafísicas, los tres principios básicos y originales, con cada uno de los demás, por una generación misteriosa e inefa­ble. Y el Logos se consideraba particularmente bajo el carácter más acce­sible del Hijo de un Padre Eterno, Creador y Gobernador del mundo.6

Con el paso del tiempo y la arbitraria identifica­ción de Cristo con el Logos de Platón, las dos imáge­nes se convirtieron en una. Así nació la doctrina de la Trinidad, que se estableció y consideró, a partir de entonces, como el "cristianismo ortodoxo":

Los paganos que habían abrazado por aquel entonces el evan­gelio y que, en cierta medida, estaban versados en filosofía, se persuadieron de que los apóstoles creían en las mis­mas cosas, con respecto a estos temas, que los judíos y paganos platónicos. Y parece ser que fue ésto lo que atrajo a varios fi­lóso­fos de esta secta a la religión cristiana y lo que dio una estima tan grande por Platón a los cris­tianos pri­mitivos.7

Puesto que cada uno tenía concepciones distintas de lo que signifi­caban los términos platónicos, se pro­dujo un cisma mayor aún entre los cristianos. Gibbon, al escribir sobre los cristianos de los siglos se­gundo y tercero dice:

El respetable nombre de Platón fue usado por los ortodoxos y ultrajado por los herejes, como base común de la verdad y del error.8

Pablo nunca llegó a predicar la divinidad de Jesús ni la doctrina de la Trinidad. Sin embargo, su forma de expresión y los cambios que hizo cuando se fundieron con las ideas platónicas, abrieron la puerta a ambos erro­res y prepararon el camino para que llegaran a conver­tirse en las doctrinas oficiales de la Igle­sia católica romana. Lo que Pablo hizo con las enseñanzas de Je­sús, lo hicieron otros con su enseñanza. Este proceso culminó con las doctrinas trinitarias de Atanasio, que fueron aceptadas como cristianismo oficial "ortodo­xo" durante el concilio de Nicea, en el año 325. El credo de Atanasio, que se compuso aproximada­mente cien años después del de Nicea, ha sido atribuido a los católi­cos romanos de la Iglesia del norte de Africa:

Quesnel inició esta opinión, que fue recibi­da favora­blemente. Pero, de cualquier modo, las tres verdades siguientes, por sorprenden­tes que puedan pare­cer, son ahora universalmente reconocidas: Primero, que San Atanasio no es el autor del credo que tan frecuen­temente se reza hoy en las iglesias. En segundo lugar, que no parece que existie­ra hasta un siglo después de su muerte. Y en tercer lugar, que se compuso originalmente en lengua latina y, en consecuencia, en las provincias occidentales.9

Gennandio, patriarca de Constantinopla, se sor­prendió tanto de esta extraordinaria composición que proclamó abiertamente que era obra de un borracho.

Es significativo que ninguno de los libros del Nuevo Testa­mento men­cione la doctrina de la Trinidad. El versículo de Juan, IV, 7, que afirma la unidad de los tres que dan testimonio en el cielo, se sabe desde hace tiempo que es falso, obra igualmente de los cató­licos roma­nos del norte de Africa. La falsificación fue hecha pública por Sir Isaac Newton, que encontró sin alterar algunos de los manuscritos más antiguos:

De todos los manuscritos existentes hoy en día, más de ochenta en nú­mero, algunos con más de 1200 años de antigüedad, las copias ortodoxas del Vaticano, de los editores complutenses de Roberto Esteban, se han perdi­do de vista y los dos manuscritos de Dublín y de Ber­lín no tie­nen valor suficiente como para cons­tituir una excepción... En los si­glos XI y XII, las Biblias fueron corre­gidas por Lanfranc, arzobispo de Canterbury y por Nicholas, cardenal y bibliotecario de la Iglesia Roma­na, "secundum ortodoxan fidem". A pesar de estas correcciones, el pasaje sigue faltando en veinticinco manuscritos latinos, los más an­tiguos y auténticos, dos cualidades raramente unidas. Los tres testi­gos han sido esta­blecidos en nuestros Testamentos griegos por la pru­dencia de Erasmo, la franca intolerancia de los editores complutenses, el fraude tipográfico o el error de Roberto Esteban al introducir un capricho y la deliberada falsedad o la errónea interpretación de Teodoro Beza.10

La extensión y consecuencia inevitable de la doc­trina de la Trinidad fue la doctrina de la Encarnación, que constituyó la manzana de la discordia de los agita­dos concilios de Efeso (431) y Caledonia (451). Después de que el concilio de Nicea aprobase que "Jesús era Dios":

Los católicos temblaban al borde de un precipicio del que no podían retroceder, donde era peligroso mantenerse y horroroso caer. No se de­cidían a proclamar que Dios mismo, la se­gunda perso­na de una trinidad equitativa y consustan­cial, se había manifes­tado en la carne, que un ser que se extiende por el universo hu­biera sido confinado en el vien­tre de María, que Su eterna dura­ción hubiera sido marcada por los dí­as, meses y años de la exis­ten­cia humana, que el Todopoderoso hubiera sido flagelado y cru­cificado, que Su Esencia inmutable hu­biera sentido dolor y angus­tia, que Su Omnisciencia no estuviera exenta de ignoran­cia y que la fuente de vida e inmor­talidad expirara en el monte Cal­vario. Estas alarmantes consecuencias fueron afirmadas con desver­gon­zada sim­plicidad por Apolino, obispo de Laodicea, una de las lumbre­ras de la Iglesia.11

La confusión que se produjo al defender la doctri­na de la Encarnación sólo fue superada por la creencia errónea de que era Jesús el que ha­bía sido crucificado. Hasta el concilio de Constantinopla (680), cuan­do se fijó por último el credo, no se enseñó a los cató­licos de todas las edades que dos voluntades o energías se armonizaron en la persona de Cristo. El catolicismo romano no se estableció en Gran Bre­taña hasta el fin del siglo VII:

Cuando el credo de la Encarnación, que había sido definido en Roma y Constantinopla, se predi­có posteriormente en Bretaña e Irlanda, las mismas palabras eran repetidas, por aquellos cris­tianos cuya liturgia se celebraba en lengua griega o latina.12

No es sorprendente que no haya una auténtica men­ción de la doctrina de la Encarnación en el Nuevo Tes­tamento. El versículo que afirma que "Dios se manifestó en la carne" es, de nuevo, una falsificación:

Esta fuerte expresión puede justificarse por el lenguaje de Pablo (1 Tim. 3, 16), pero las Biblias modernas nos engañan. La letra "o" (el cual), se cambió por "theos" (Dios), en Constantinopla, a principios del siglo VI: el texto correcto, que es visible en las versiones lati­na y siria, sigue existiendo tan­to en el razonamiento de los padres griegos como en el de los latinos. Y este fraude, junto con el de los tres testigos de Juan, lo detectó admirablemente Sir Isaac Newton.13

La doctrina de la Encarnación está implícita en los primeros versícu­los del Evangelio de Juan pero, como indica el lapsus de tiempo que fue necesario para la formulación de la doctrina, es­tos versos son tan ambi­guos como la propia doctrina. El evangelio de Juan, escrito apro­ximadamente medio siglo después de la muer­te de Pablo, se consagra a la filosofía platónica. No fue escrito por el apóstol Juan, por con­siguiente, no es el relato de un testigo presencial de la vida y en­señanzas de Jesús. Es muy dife­rente de los otros tres evangelios si­nópticos que se conservan y, algunas veces, los contradice. Sin embar­go, la Iglesia católica romana ha pretendido que es la palabra de Dios divinamente inspi­rada y, como tal, exenta de cualquier error. Incluso este evangelio no contiene ninguna mención de los tér­minos "Trinidad" o Encarna­ción", pero la falsa autori­dad que concede a la doctrina platónica se ha usado para respaldar las doctrinas de la Trinidad y de la En­carna­ción, doctrinas que ni Jesús ni el mismo Pablo predica­ron jamás.

* * *

Y mientras tanto, ¿qué sucedió con los nazarenos?.

Se componían principalmente de los seguidores de Jesús, y estaban entre ellos sus propios apóstoles y discípulos más cercanos. Tras la desaparición de Jesus su grupo atrajo a mucha gente que formó dos comunidades, una en Jerusalén, cuyo líder era Santiago y otra en Antioquía, cuyo líder era Bernabé:

Para ellos, lo que Jesús había enseñado era la verdad y toda la ver­dad. Bernabé y sus seguidores con­tinuaron predicando y practicando el cristianismo que habían aprendido del propio Je­sús.14

Siguiendo el ejemplo de Jesús, se mantuvieron fie­les a las prácticas de Moisés que Jesús había conserva­do: afirmaban la Uni­dad Divina, re­zaban en la sinagoga a las horas establecidas y ayunaban como Jesús había ayu­nado. Todos los años pagaban el diezmo de su riqueza a un fondo común y después lo repartían en­tre los miem­bros de su comunidad. Celebraban el Sábado, la Pas­cua y los días sagrados. Practicaban la circuncisión, sacri­ficaban los animales que les estaba permitido co­mer en el nombre de su Creador, de la manera en que Moisés y Jesús habí­an indicado. El modelo completo de su compor­tamiento estaba en concordancia con el de es­tos dos profetas. Armados con la fuerza de la Ley Mosaica y con la iluminación que Jesús les había dado, adoraban a su Señor del modo que él les había indi­cado. De acuerdo con lo que Gibbon dice:

Los primeros quince obispos fueron todos judíos circuncisos y, la con­gregación que presidían, unía la ley de Moisés con la doc­trina de Cris­to.15

Los romanos y los gentiles hacían poca o ninguna distinción entre los nazarenos y los judíos. Hubo una persecución general contra los judíos que culminó en la destrucción del templo de Salomón en el año 70 d.J.. La mayor parte de la población ju­día de Jerusalén fue masacrada y muchos de los nazarenos compartieron su suerte. Los que escaparon se asentaron en Pella, una pequeña ciudad al otro lado del Jordán.

Cuando más tarde Adriano llegó a ser emperador, fundó una nueva ciudad en el monte Sión que se llamó Aelia Capitolina. Se fijaron los cas­tigos más severos para cualquier judío que osa­ra siquiera aproximarse a ella. Gibbon escribe:

Los nazarenos sólo encontraron un camino para li­brarse de la proscripción. Eligieron a Marcos para que fuera su obispo, un prelado de la raza de los gentiles, probablemente oriundo de Italia o de alguna de las provincias latinas. Por indicación suya, la parte más numerosa de la congregación renunció a la Ley Mosaica, en cuya prácti­ca habían perseverado durante más de un siglo. Por medio de este sa­crificio de sus cos­tumbres y privile­gios, consiguieron una libre admi­sión en la colonia de Adriano y cimentaron más firmemente su unión con la Iglesia católica.16

Los nazarenos que se negaron a esta componenda fueron conde­nados por herejes y cismáticos. Algunos se quedaron en Pella, otros se traslada­ron a los pueblos que rodean Damasco y, muchos de ellos, se asentaron en Alepo, Siria:

El nombre de Nazareno era considerado como demasiado honroso para aquellos cristianos de raza judía y pronto recibieron, por la supuesta pobreza de su entendimiento, así como de su condición, el epíteto des­pectivo de ebionitas (los pobres).17

En Roma, el modelo de persecución fue el mismo. Fue un grupo de gente conocido como "los Galileos", com­puesto por nazarenos y zelotes, el que Nerón consideró como responsable del gran incen­dio de Roma y, en con­se­cuencia, castigado por ello. Se esperaba que los nazarenos pagaran los severos impuestos que estaban orde­na­dos exclusivamente para los judíos en Roma:

Puesto que un grupo muy numeroso de cristianos, aunque en disminución, seguía fiel a la ley de Moisés, su origen judío era descubierto por la decisiva comprobación de la circunci­sión.18

Al leer acerca de la persecución de los nazarenos y de quienes posteriormente, pese a ella, siguieron su ejemplo, acuden a la memoria los siguientes versículos del evange­lio de Juan:

Os expulsarán de las sinagogas e incluso llegará la hora en que el que os mate piense que rinde culto a Dios. (Juan. 16, 2/3).

La primera persecución de los nazarenos tuvo un efecto de­vastador so­bre ellos, pero también les espar­ció por todo el Impe­rio Romano. Si bien su número fue inicialmente reducido, la ense­ñanza de Jesús se hizo accesible a más gente al difundirse por una extensa área. En un principio sólo había una o dos comunidades, mientras que ahora quedaba sembrada la semilla de muchas comunidades. Al intentar des­truir a los nazarenos, los perse­guidores habían asegurado su supervi­ven­cia:

Las comunidades que formaron conservaban el estilo de vida de Jesús. Aquellos que seguían practicando la enseñanza de Jesús debieron trans­mitir mucho de su co­nocimiento, directamente, de persona a persona. El com­portamiento era imitado y la doctrina transmitida oral­mente. Conti­nuaron afirmando la Unidad Divina.19

A medida que se distanciaba la proximidad de la vida de Jesús, la gente comenzó a escribir lo que recordaba o ha­bía aprendido de su vida y enseñanza. Es posible que cada pequeña comunidad, centrada al­rede­dor de un discípulo o apóstol determinado, tuviera su propio do­cumento escrito. Se sabe que había mu­chos documentos de este tipo:

En aquellos primeros días, ninguno de estos docu­mentos era aceptado o rechazado formalmente. Estaba en manos del jefe de cada comunidad cristiana decidir qué libros iban a usar. De­pendiendo de quién les había enseñado, cada secta acudía a una fuente distinta. Los que segu­ían el ejemplo de Bernabé fueron a una fuente y los que seguían a Pa­blo se dirigieron a otra.

A medida que los seguidores inmediatos de Jesús iban murien­do, sus sucesores fueron escogidos por todos los miembros de la comunidad. Estos líderes se elegían considerando que eran los hom­bres que mejor podían guiar a la comunidad por su conocimiento y temor de Dios:

No poseían bienes y probablemen­te habrí­an rechazado el poder y la pompa que rodean ahora la tiara del romano pontífice o la mitra de un prelado alemán.21

Eran los siervos de los siervos de Dios. No obs­tante, con el paso del tiempo esta situación llegó a ser la meta de los que ansiaban el po­der. Los pres­bí­teros y obispos, como se les llegó a llamar, se implicaron con frecuencia en la políti­ca, espe­cialmente des­pués de la institución de los sínodos. La jerarquía de la curia, ins­titución totalmente ajena a la enseñan­za de Jesús, empezó a emerger.
Los romanos no veían favorablemente el surgimiento de la "primera Iglesia". Intentaban aferrarse a la ado­ración de sus dioses. En los tres primeros siglos después de la desaparición de Jesús probablemen­te no siempre distinguían entre los nazarenos y los cristia­nos paulinos. El término cristiano se usaba para describir tanto a los que seguían a Jesús como a los que creían en Cristo. Si un hombre decía que creía en Dios y se nega­ba a rendir homenaje a los dio­ses romanos, eso era su­ficiente para determinar su culpabilidad. Estaba ex­puesto al encarcelamiento, a la confiscación de sus bie­nes y con frecuencia a la muerte.

Gibbon hace notar:

La conducta de los persegui­dores contrariaba todos los principios de los procedimientos judicia­les. Admitían el uso de la tor­tura a fin de obtener, no una con­fesión, sino una nega­ción del delito que estaban investigando.22

Los primeros tiempos de la persecución de los cristianos culminó en el edicto hecho público por Diocleciano y Galenio en el año 303. Fue el último intento de abolir el cristianismo en cualquiera de las formas que hu­biera adoptado. Las iglesias fueron confisca­das, los evangelios quemados y los cristianos quedaron al margen de la protección de la ley. Podían ser persegui­dos, pero no defenderse. Cuando el edicto se clavó por primera vez en la puerta de una iglesia, lo arrancó un cristiano que in­mediatamente fue quemado vivo a fuego lento. La perse­cución se dirigió princi­palmente contra aquellos que eran reconoci­dos como se­guidores de Jesús, mientras que los cristianos paulinos, que no se distinguían por la observancia ex­terna de una guía, comenzaban a penetrar toda la es­tructura del Imperio: bajo el dominio de Diocleciano, el palacio, las cortes de justicia e incluso el ejército, ocultaban a multitud de cristia­nos que intentaban reconciliar los intereses del presente con los de una vida posterior.23

La religión de Pablo, que no había sido recibida favorable­mente en un comienzo, se hizo popular después de la destrucción del templo de Je­rusalén en el año 70 y, después de la salvaje represión de la rebe­lión de los judíos en el año 132, los segui­dores de Pablo no fueron perseguidos tan despiadadamente como los seguidores de Moisés y Jesús. Ya vimos que era mucho más acepta­ble para aquellos que no eran judíos de nacimiento. En palabras de Gibbon:

Cuando numerosas y opulentas sociedades se esta­blecieron en las gran­des ciudades del Imperio, como An­tioquía, Alejandría, Efeso, Corinto y Roma, el acata­miento que Jerusalén había inspi­rado a todas las colo­nias cristianas disminuyó ostensiblemente. Los nazare­nos, que habían establecido los cimientos de la Iglesia, se vieron pronto arrollados por las crecientes multitudes de las diferentes religiones politeís­tas que se alistaban bajo el estandarte de Cristo, y los gentiles que con la aprobación de su peculiar apóstol habían rehusado las ceremonias mosaicas, al final nega­ron a sus hermanos más escrupulosos la misma tolerancia que al principio humildemente solicitaban para su propia práctica.24

Así, poco después de que Jesús dejase el mundo se pro­dujo una definitiva y progresiva divergen­cia entre la gente que le seguía a él y la gente que seguía a Pablo. Las diferencias entre ambos no eran solamente de estilo de vida y de creencia, sino que además estaban delineadas geográficamente. Mientras la versión paulina del cristia­nismo se difundió por Grecia y desde allí por Europa, los seguidores de Jesús y los seguidores de és­tos, se extendieron con su conocimiento por el Este y el Sur y, con el tiempo, a través de Afri­ca del Norte. Sus enseñanzas se difundieron también por el Norte y fueron adoptadas finalmente por los go­dos.

A medida que la Iglesia paulina se fue estable­ciendo se vol­vió más hostil hacia los seguidores de Jesús. Llegó a ser una cuestión de duda y controversia si un hombre que reconociera sin­ceramente a Jesús como el Mesías, pero siguiese practicando la ley de Moi­sés, podría te­ner esperanzas de salvación. Los nazare­nos y sus sucesores, rechazados por los judíos como apóstatas, eran denunciados como herejes por los cris­tianos paulinos. Estos se separaron así de los seguido­res de Moi­sés y Jesús. Se alinearon más estrechamente con los dirigentes del Impe­rio Romano y la persecución, que en un princi­pio se había diri­gido contra los que se llama­ban a sí mismos cristianos, empezó ahora a caer sobre aquellos que afirmaban la Unidad Divi­na.25

Los cristianos paulinos habían amañado las ense­ñanzas de Jesús hasta tal punto que ya no suponían una amenaza para la es­tructura de autori­dad en la que estaban siendo asimilados.

A esta altura ya está claro que expresiones tales como "los primeros cristianos" y "la Iglesia de los primeros tiempos" son inadecuadas. Se han usado tradicionalmente para disimular el hecho de que no ha­bía un cuerpo, sino dos: un grupo de gente lla­mado "los nazarenos", que creía en Jesús y le seguía y el grupo de gente llamado los "cristianos" que creía en Cristo y seguía a Pablo. A la institución que resultó de las enseñanzas de Pablo nos referiremos ahora como "la Iglesia oficial", a fin de distinguir este grupo de aquel que sigu­ió las enseñanzas originales y el ejemplo de Jesús.

NOTAS
(1) Jesus, Prophet of Islam.
(2) The Gospel of Barnabas.
(3) The Gospel of Barnabas.
(4) Cross , The Oxford Dictionary of Christianity, p. 274.
(5) St. Augustín , De Civitate Dei, 19.23.
(6) Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, II, p. 9.
(7) Le Clerc, The Apostolic Fathers, p. 84.
(8) Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, II, p. 12.
(9) Ibid, IV, p. 418.
(10) Ibid, IV.
(11) Ibid, VI, p. 10.
(12) Ibid, VI, p. 55.
(13) Ibid, VI, p. 10.
(14) Jesus, Prophet of Islam.
(15) Gibbon , Decline and Fall of the Roman Empire, II, p. 119.
(16) Ibid, II, p. 120.
(17) Ibid.
(18) Ibid, II, p. 216.
(19) Jesus, Prophet of Islam.
(20) Ibid.
(21) Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, II, p. 159.
(22) Ibid, II, p. 216.
(23) Ibid, II, p. 188.
(24) Ibid, II, p. 119.
(25) Jesus, Prophet of Islam.

Capítulo 1 de "Historia del Genocidio de los Musulmanes, Cristianos Unitarios y Judios en España". Editorial:   Centro de Documentación y Publicaciones Islámicas de Junta Islámica (Marzo, 1992). Autores: Ahmad Thomson y Muhammad Ata Ur-Rahim.

Fuente: Webislam


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